La
circulación era fluida, circulaba a una velocidad aceptable, aceptable para
este diabólico siglo donde la supremacía de la rapidez embarga todas las almas.
¡Joder!, aún así llegaba tarde al trabajo, como la cosa siguiera de esa guisa,
la tercera vez esa semana que entraba con retraso, tendría que ver el despacho
del todopoderoso director otra maldita ocasión. No tenía ganas de soportar la detestable moqueta verde pimiento.
Fue inevitable, el pie presionó instantáneamente la tosca
palanca del acelerador, el coche resoplo a disgusto pero finalmente se lanzo
sin escrúpulos carretera abajo. No pintaba un buen día, el paisaje se
ennegreció por momentos, solo un diminuto haz de sol atravesaba aquella
poderosa masa negra. Era fascinador ver como aquel pequeño rayo de luz señalaba
un punto concreto del campo de trigo, de ese trozo iluminado surgían colores
que nunca había observado, intensos como la vida misma. Tonos y aspectos
inauditos se mezclaban en un difuso orden, y de la nada surgió una bandada de cuervos
extremadamente negros que revolotearon en círculo dentro de la
claridad. El bello se erizó solo pensar en la fatídica tela de Van Gogh.
Todos mis músculos se tensaron en sincronía, todos ellos
eran una prolongación hacía el pedal del freno, y gracias al golpe de volante
logre salir del arcén y caer en el interior de un socavón. Eran instantes de
miedo, la cabeza me daba vueltas y no sabía exactamente donde estaba. Los
cuervos al igual que el ilustre pintor serían el aviso de mi muerte, no podía
fijar la vista en nada concreto y un cosquilleo mental, por denominarlo de
alguna manera, se apoderó de mí. Era alarmantemente irracional, y sin saber el
porqué mi vida transcurrió por momentos en cinemascope. Aquella visión de mi
vida me hizo reír, reír a carcajada limpia. Yo era todo aquello y cuando por
fin lo entiendo, lo único que se me pasa por la cabeza es petarme el culo. No
de desconfianza por lo desconocido sino por lo cómico de una vida como esa.