miércoles, 17 de octubre de 2012

La última risa.


         La circulación era fluida, circulaba a una velocidad aceptable, aceptable para este diabólico siglo donde la supremacía de la rapidez embarga todas las almas. ¡Joder!, aún así llegaba tarde al trabajo, como la cosa siguiera de esa guisa, la tercera vez esa semana que entraba con retraso, tendría que ver el despacho del todopoderoso director otra maldita ocasión. No tenía ganas de soportar  la detestable moqueta verde pimiento.
Fue inevitable, el pie presionó instantáneamente la tosca palanca del acelerador, el coche resoplo a disgusto pero finalmente se lanzo sin escrúpulos carretera abajo. No pintaba un buen día, el paisaje se ennegreció por momentos, solo un diminuto haz de sol atravesaba aquella poderosa masa negra. Era fascinador ver como aquel pequeño rayo de luz señalaba un punto concreto del campo de trigo, de ese trozo iluminado surgían colores que nunca había observado, intensos como la vida misma. Tonos y aspectos inauditos se mezclaban en un difuso orden, y de la nada surgió una bandada de cuervos extremadamente negros que revolotearon en círculo dentro  de  la claridad. El bello se erizó solo pensar en la fatídica tela de Van Gogh.
Todos mis músculos se tensaron en sincronía, todos ellos eran una prolongación hacía el pedal del freno, y gracias al golpe de volante logre salir del arcén y caer en el interior de un socavón. Eran instantes de miedo, la cabeza me daba vueltas y no sabía exactamente donde estaba. Los cuervos al igual que el ilustre pintor serían el aviso de mi muerte, no podía fijar la vista en nada concreto y un cosquilleo mental, por denominarlo de alguna manera, se apoderó de mí. Era alarmantemente irracional, y sin saber el porqué mi vida transcurrió por momentos en cinemascope. Aquella visión de mi vida me hizo reír, reír a carcajada limpia. Yo era todo aquello y cuando por fin lo entiendo, lo único que se me pasa por la cabeza es petarme el culo. No de desconfianza por lo desconocido sino por lo cómico de una vida como esa.