Desde la ventana de la oficina
observó, como cada día, salir del colegio a aquel agradable chaval rubio. Siempre
iba solo, nunca había visto a ningún familiar que lo fuera a buscar como a
todos sus compañeros. Se despedía de sus amigos y arrancaba calle arriba con
una pesada mochila llena de libros, una amplia sonrisa y pasos alargados. Su mirada
inteligente le hacía pensar que no tenía ningún problema como estudiante,
estaba seguro que sus notas serían de las mejores de la escuela, y su cuerpo atlético,
forzosamente tenía que ser el mejor en todos los deportes que se le pusieran
delante. Un hijo excelente, el orgullo para cualquier padre.
Ya lo imaginó estudiando
derecho en Oxford o en Harvard, miembro del equipo de remo y líder de sus
compañeros en los proyectos de carrera. La cara de felicidad de su padre al ver
como lanzaba el birrete en la graduación y besaba a una esplendida muchacha de
larga caballera rubia.
A través del vidrio
levantó la mano en forma de saludo, era la primera vez que lo hacía y le surgió
de forma involuntaria. El muchacho lo miró extrañado y sin devolver el saludo
siguió avanzando por el mismo camino que recorría cada día.
Él dejó caer el brazo
con de decepción. Toda una vida dándolo todo por ellos y lo pagaban con el
desprecio. Arrastrando los pies se dirigió a su mesa. Se sintió deprimido: ¿Acaso
sería el síndrome del nido vacío?